
Mi nombre es Sócrates. Nací en Atenas, hace ya muchos años, en el 470 a.C., o quizás un poco antes. No era un hombre rico ni poderoso; mi padre era escultor y mi madre partera. De ellos aprendí más de lo que podría parecer: la importancia de formar con paciencia en piedra o en espíritu y de ayudar a otros a “dar a luz” sus propias ideas. Desde joven, algo me inquietaba: veía que muchos hablaban con seguridad sobre el bien, la justicia o la verdad, pero no sabían realmente qué significaban esas palabras. Comencé a hacer preguntas, no por fastidiar, sino porque creía que el verdadero conocimiento empezaba por admitir lo que no se sabía. No escribí libros. Prefería caminar por las calles de Atenas y conversar con quienes me encontraba: jóvenes, políticos, poetas, artesanos. Mi método que luego llamaron “mayéutica” consistía en dialogar, hacer preguntas y desmontar supuestas certezas. No enseñaba respuestas; ayudaba a pensar. Algunos me amaban por esto. Otros, no tanto. Me acusa...